Los ruidos de la metralla colombiana; los conflictos de la FARC y el gobierno, paramilitares y traficantes de cocaína y esmeraldas enmudecen ante el gesto de paz de la Virgen de Nuestra Señora de las Lajas en la frontera Colombia-Ecuatoriana.

Enviada Especial

Ipiales, Departamento de Nariño, Colombia- “Mamita, la mestiza me llama”, gritó la pequeña Rosa, a su madre que atónita intentaba distinguir entre los alaridos de la niña y ruido del fuerte aguacero. Rosa, hablando? -se preguntaba- pero cómo si es sordomuda!

La “mestiza”, era la Virgen del Rosario o de Nuestra Señora de las Lajas y darle a Rosa el privilegio de escuchar y hablar sería el primero de los miles de milagros que haría a quienes visitan su recinto en la frontera entre Colombia y Ecuador.

Corría el año de 1785 y María Mueces de Quiñones posó sus dos manos sobre el hombro de la niña y la miró fijamente a los ojos, aunque poco la veía porque el lugar donde se guarecían de la lluvia estaba ligeramente oscuro y temblaba en una cueva formada por lajas más negras que grises. “No es posible”, se repetía.

Vivían en Potosí, a unos kilómetros de Ipiales, en Nariño, Colombia; en tiempo de lluvia desafiar al Río Guáitara era como firmar una sentencia de muerte así que María -aunque hubiera querido gritar a los cuatro vientos lo ocurrido- apostó a la prudencia. Dentro de la cueva, la pequeña no paraba de hablar.

De boca en boca pasó la historia de la morena María y su hija Rosa: “Prodigio”, dijeron las autoridades eclesiásticas un 15 de septiembre de 1785, días después se erigiría el templo… después, el Santuario de Nuestra Señora de Las Lajas.

El Santuario está ubicado justo en un cañón por donde el sudamericano Río Guáitara (llamado también Carchi) correlón e imponente, marca la frontera entre Ecuador -en la mitad del mundo- y su vecina, la norteña Colombia.   

Describir la zona es apostar a la injusticia de tan bella que es. Es como si fuese sacada de un sueño en el que los verdes pastos y las nubes parecen abrazarse para, entre los dos, proteger el sagrado recinto del Santuario de Nuestra Señora de Las Lajas.  

Durante los primeros cuarenta años posteriores al “prodigio”, la Virgen fue adorada en una choza de madera y paja que luego fue remplazada por una iglesia hecha con ladrillos y cal, con terminación casi en cúpula.

Diecisiete años más tarde, ya había un edificio de siete metros de largo por seis de ancho, pero pronto hubo que ensancharlo… después construir un puente con dos arcos… una plaza, etc.

En agosto de 1949 fue por fin terminado y desde entonces, el neogótico edificio se alza imponente por sobre las aguas del río y une, como a colombianos y ecuatorianos, dos hermosas montañas de la Frontera de la Mancomunidad, como se le conoce a esta región sudamericana.

Se calcula que por lo menos se gastarían alrededor de un millón de dólares en su construcción que generosos, aportaron los devotos católicos de los dos países.

La necesidad de recibir un milagro hace que los fieles suban y bajen las empinadas escaleras que llevan hasta el Santuario; su belleza es un aliciente para no detenerse y llegar hasta la plaza donde está el imponente edificio de piedra gris, considerada una de las obras arquitectónicas más bellas del Continente Americano y una de las Siete Maravillas de Colombia.

En el camino al Santuario, a la derecha, los visitantes observarán miles y miles de placas cuidadosamente colocadas en las faldas de la montaña: “Gracias Virgencita de Las Lajas por tantas bendiciones”, “Agradecimiento a la Stma. “Virgen de Las Lajas” por los favores recibidos. GQ-GR Dcbre 30 1979 Ambato-Ecuador”, se lee en algunas.

A la izquierda, en la montaña, una delgada y pequeña pero bien formada cascada verte su agua en el Guáitara, que m adelante marcará la línea divisoria entre los dos países sudamericanos.

El camino que en ocasiones está tapizado de blancos alcatraces topa en la plaza que sirve de marco para el majestuoso y altísimo Santuario compuesto de tres naves que fueron alzadas sobre un puente que atraviesa el Guáitara; la plaza une a dos montañas.

Las naves están cubiertas por bóvedas de crucería con mosaicos de fibra de vidrio y hermosos vitrales italianos.

Las puertas del Santuario permanecen abiertas a pesar de los golpes del viento del invierno colombiano.

Adentro, todo es paz y la imagen de la Virgen sobre la pared de lajas descansa desafiando el paso del tiempo mientras que los cantos de los feligreses recuerdan los de Epamonidas Sarasti, un maestro de la capilla que por medio siglo ofrendó su canto a la también conocida como Virgen del Rosario.

Al otro extremo de la plaza hay un pequeño cuarto renegrido por el humo de las velas que los creyentes ofrendan a su Virgen de Las Lajas y tapizado de cera: “no hay día en que el altar este vacío” cuenta uno de los fotógrafos que se apostan afuera del templo buscando clientes.

En este lugar todo es paz, no llega el ruido de sus alrededores provenientes de las balas de la metralla de guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y ejército colombiano, porque en el Santuario las diferencias se esfuman ante la necesidad de los fieles católicos.

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